- Un proyecto de monitoreo comunitario ayuda a proteger la enorme biodiversidad de especies de peces de agua dulce que hay en la Estrella Fluvial del Inírida y otros puntos de la Amazonía.
- Combinando saberes ancestrales con mediciones científicas, los indígenas ayudan a conocer y cuidar mejor su territorio.
- Monitoreos continuos y la capacitación de las mismas comunidades han permitido modificar la normatividad pesquera para proteger mejor los ecosistemas y garantizar la sostenibilidad de las poblaciones locales.
- Este modelo de gobernanza demuestra que en áreas protegidas por su diversidad biológica y valor ecosistémico sí pueden existir asentamientos humanos.
Cuando Fredy Yavinape era pequeño, no sabía que conocía el concepto biológico de especie sombrilla. Las “especies sombrilla” son aquellas que requieren grandes extensiones de territorios poco intervenidos por el ser humano para sobrevivir, por eso se convierten en un indicador del estado de conservación de todo el ecosistema. Hoy, a sus 48 años, Yavinape sabe que lo sabe. Lleva más de una década recopilando muestras y registrando lo que ocurre a diario en el inmenso territorio de caños, lagunas y ríos en que vive: la Estrella Fluvial del Inírida, un importante complejo de humedales al oriente de Colombia, entre los departamentos de Guainía y Vichada, donde la selva Amazónica se confunde con las sabanas inundables de la Orinoquía.
“Cada vez que uno salía mi papá nos decía: ‘ojo con el abuelo, que debe estar por ahí, no lo molesten, debe estar pescando o cazando, hay que respetarlo’”. El abuelo al que se refería su padre es el jaguar, ancestro de los indígenas curripacos según su tradición. Fredy lleva una parte de él en los apellidos, pues en su lengua materna Yavinape significa “brazo del jaguar”.
“Él siempre está cuidando, donde está el jaguar quiere decir que hay comida”, asegura Yavinape. La última vez que se topó con uno fue en diciembre de 2024, durante un monitoreo de la Mesa RAMSAR, de la que él es presidente.
La Mesa es un espacio de gobernanza creado por las comunidades locales y los pueblos indígenas de la zona, tras la declaratoria por parte del Gobierno Nacional de la Estrella Fluvial del Inírida como sitio RAMSAR en julio de 2014. Con ello el país se comprometió a la especial protección de 253 000 hectáreas de caños, humedales, lagunas y cuerpos de agua en la confluencia de los ríos Inírida, Guaviare y Atabapo, que suman sus torrentes con el Ventuari, del lado venezolano de la frontera, y juntos conforman el nacimiento del gran río Orinoco.

La Convención RAMSAR, es un tratado internacional suscrito por 172 países, entre ellos Colombia. Busca proteger los humedales considerados “un recurso de gran valor económico, cultural, científico y recreativo, cuya pérdida sería irreparable”. Ello, debido a su importante función como “reguladores de los regímenes hidrológicos y como hábitat de una fauna y flora características, especialmente de aves acuáticas”.
Desde el mismo año de la declaratoria RAMSAR para la Estrella Fluvial del Inírida se formuló un plan de manejo. De la mano con las comunidades indígenas locales, comenzó un proceso para realizar un monitoreo pesquero que permitiera entender mejor el estado de conservación de las especies de las que se alimentan los indígenas.
Las comunidades campesinas de la región, así como los siete resguardos indígenas que albergan a los pueblos puinaves, curripacos, tukanos, piapocos, cubeos, sikuanis y wananos, abarcan parte de las cuencas de los ríos Guaviare, Inírida y Atabapo. Esto convierte a la Mesa RAMSAR en una herramienta para proteger sus territorios, amenazados por fenómenos ilegales como el narcotráfico y la minería, pero también por la pesca descontrolada y el uso irracional de los recursos naturales.
Un modelo exitoso de gobernanza comunitaria
“Esa es la seguridad alimentaria de nosotros; ese monitoreo nos ayuda a tener claridad para un diagnóstico”, observa Fredy Yavinape. Las malas prácticas pesqueras, sumadas a una bonanza de minería informal que empezó en la década de 1980 en los ríos de la región, llevaron a la disminución de muchas de las especies, asegura. Delio Suárez, un líder indígena del pueblo tukano, puede corroborar por su propia experiencia en los sesenta años vividos, el agotamiento del recurso.
“Yo crecí acá. Era muy diferente. Había muchos peces, peces grandes. Uno nunca iba lejos a pescar. Había mucho. Con una jornada se sacaba para la semana”, recuerda. “Hoy en día todo eso ha cambiado. Es como un sueño esa riqueza de peces de esa época. Ahora la población ha crecido, las necesidades han crecido y hay muchos pescadores que usan malla, eso ha sido el problema”.

Suárez coincide con que las mallas de nylon eran desconocidas por los pueblos indígenas de la región hasta que llegó la bonanza de la minería de oro a mediados de la década de 1980, impulsada por mineros brasileños informales que dragaron el río Inírida durante “veinte años consecutivos”. “Los brasileños trajeron las mallitas y todavía siguen existiendo”, dice. Las mallas significaron un cambio radical en las formas ancestrales de pesca, pues de acuerdo con Suárez, permiten atrapar muchos más ejemplares de todos los tamaños, lo que ha contribuido al agotamiento del recurso pesquero.
Suárez aprendió de sus mayores lo que estos habían aprendido a su vez de los suyos: las artes de tejer “cacures”, unas trampas que se sumergen en la corriente y permiten atrapar los peces, atraídos por carnadas. Delio Suárez recita de memoria que para coger pirañas —en la región llamadas “caribes” (Pygocentrus cariba)— deben usarse carnadas de lagartija. Pero si se utiliza la baba de la espina del cubarro (Bactris maraja) entonces sólo caerán bocachicos en la trampa. Las ciruelas silvestres, en cambio, atraen a las palometas (Pygocentrus palometa).
Las artes de pesca tradicionales incluyen desde complejas trampas elaboradas con palmas y bejucos para atrapar ejemplares vivos con cebos y carnadas, hasta arpones, flechas e incluso el cuestionado uso del barbasco. Ese es el nombre común con el que se conoce a varias plantas amazónicas de los géneros Caryocar, Lonchocarpus, Thephrosia, Clibadium y Phyllantus que liberan toxinas capaces de paralizar o incluso de matar a los peces. A pesar de ser un método milenario de pesca, ahora está proscrito por la mayoría de comunidades dado el impacto perjudicial que tiene sobre las poblaciones de peces.
La Estrella Fluvial del Inírida es habitada por comunidades de los pueblos curripaco, puinave, piapoco, desano y tucano. En tiempos más recientes, también han llegado desde el Vichada de la etnia sikuani y colonos atraídos por la bonanza minera. Todos dependen de la pesca para su supervivencia. En la región hay 476 especies distintas de peces, el 50% de todas las que habitan en la gran cuenca del río Orinoco, según datos del Plan de Manejo. La zona es un importante reservorio de biodiversidad, pues la caracterización biológica para declararla como sitio RAMSAR también encontró que es el hábitat de 100 especies de anfibios y reptiles, 324 especies de aves y más de doscientas especies de mamíferos, que recientemente comenzaron también a ser monitoreados por las comunidades locales en sus recorridos y faenas en la selva.
Jaime Cabrera es biólogo y coordinador de monitoreo del Fondo Mundial de la Naturaleza, más conocido por sus siglas en inglés (WWF), la ONG que apoya este proceso. Explica que el conocimiento ancestral de las comunidades y los datos que recopilan en sus faenas diarias juegan un papel crucial para que la ciencia entienda cómo se comportan las especies de agua dulce en la zona, sus ciclos de desove y reproducción, así como los impactos que el cambio climático con las sequías y temporadas lluviosas más prolongadas están causando sobre el ecosistema.
El monitoreo pesquero ha detectado 108 especies de peces diferentes que sirven a la dieta de las comunidades y aportó datos clave para modificar las restricciones que imponía en la región la Autoridad Nacional de Acuicultura y Pesca (AUNAP).
“Desde el principio los indígenas dijeron ‘esas vedas están mal’”, cuenta Jaime Cabrera, explicando cuál fue su respuesta: “ustedes ya lo saben, pero tenemos que demostrarle eso a la autoridad ambiental”. El proceso que siguió —y que aún realizan las comunidades— consiste en llevar un registro detallado después de cada faena pesquera, anotando hora de salida, tiempo en el sitio, cuántos individuos fueron capturados, de qué especies, entre otros datos.
En respuesta para este reportaje la AUNAP ha reconocido el valor de este proceso, indicando que la normatividad y los acuerdos están “adaptados a las particularidades y características de cada comunidad” una regulación que no solo “protege al ecosistema y su biodiversidad, sino que también garantiza una distribución equitativa de los beneficios generados por la actividad pesquera para las comunidades locales”.
“Es una faena normal de pesca, ya en la casa uno los pesa y los mide, para saber si son adultos, les abre las vísceras y revisa el contenido estomacal. Así se fue plasmando la información de todos los peces que tenemos en nuestros ríos”, detalla Delio Suárez, refiriéndose a mediciones que se han hecho en las cuencas del Atabapo, el Guaviare y el Inírida, así como en lagunas y humedales conectados.

Todos estos datos son anotados y sistematizados con apoyo de la WWF. Con la evidencia tomada en cinco años, entre 2014 y 2019, los indígenas le demostraron a la AUNAP que las vedas y restricciones estaban mal estipuladas, pues algunas de las especies eran más pequeñas en su talla de reproducción sexual de lo que la AUNAP presumía.
Entre los hallazgos más relevantes se demostró que para el caso de cuatro especies muy apetecidas la madurez sexual ocurre en tamaños menores a los que la AUNAP permitía pescar. Estos fueron los casos del bocón (Brycon sp), que empieza a reproducirse desde que tiene 31 centímetros, aunque la veda prohibía capturar ejemplares menores de 40. El chancleto (Angeneiosus sp), que también alcanza su madurez sexual a los 31 centímetros, sólo se permitía capturar ejemplares de más de 35. En los casos de la palometa (Mylossoma sp) y el bocachico (Prochilodus sp), que comienzan su reproducción a los 21 y 25 centímetros respectivamente, la autoridad pesquera únicamente permitía su captura cuando los ejemplares tenían 23 y 27 centímetros de talla.
En una primera resolución, la 2575 de 2020, la AUNAP reconoció lo que los indígenas probaron con evidencia científica: que “la talla media de madurez sexual se da en un rango más pequeño” y que “entre las especies con mayor abundancia registradas en los monitoreos se encuentran: caribe (Serrasalmus sp.), bocachico (Prochilodus sp), pampano (Myleus sp.), palometa (Mylossoma sp.), chancleto (Ageneiosus sp.), pavón (Cichla spp.), cabeza palo, guabina y payarita”.
La misma resolución reconoció artes tradicionales de pesca conocidas como caucures y nasas, un tipo de trampas confeccionadas con bejucos y astillas de palma que sirven para capturar peces vivos dentro del río. También, las sagallas, arpones, arcos y flechas con que los indígenas pescan desde hace cientos o quizá miles de años.
Se incluyeron igualmente técnicas modernas aprendidas de los colonos como las caretas y mallas, prohibidas expresamente para la pesca comercial en muchos de los puntos del sitio RAMSAR, aunque aprobadas para la pesca de subsistencia en algunas comunidades de los ríos Guaviare, Inírida y Atabapo, siempre que el “ojo” de la malla, es decir, el espacio entre los hilos de nylon, sea superior a tres pulgadas o 6.7 centímetros.
Una segunda resolución de la AUNAP, la 2663 de 2022, retomó nuevos datos sobre la reproducción de especies ornamentales y de consumo como la sapuara (Semaprochilodus laticeps), cambiando los tiempos de veda y prohibición de la pesca, pues se detectó con un estudio gonadal —un análisis de los órganos reproductivos de cada ejemplar— que su periodo de desove y reproducción ocurre entre marzo y junio, y no a partir de mayo como se creía antes.
No obstante, los cambios acelerados que el calentamiento global está produciendo en los ciclos hídricos preocupan a los científicos y a las comunidades indígenas, pues ahora las temporadas de lluvia y sequía, que antes ocurrían en periodos determinados del año, se han desdibujado, alterando el comportamiento de las especies.
Delio Suárez cuenta que los peces tienen sitios específicos para el desove: “con el cambio climático ha habido mucho problema, porque a veces el río está seco y ellos no saben dónde poner los huevos. Tenemos un problema grave, los peces se están extinguiendo”, dice refiriéndose al río Guaviare, que sufrió los rigores de la temporada seca en 2024 llegando a niveles de apenas tres metros con setenta centímetros, según la prensa local, cuando podía superar los nueve metros en algunos tramos.
Fredy Yavinape cuenta que “sus paisanos” ahora han descubierto en las faenas diarias que, como ellos mismos dicen, “los peces andan locos, andan desorientados” debido a la inestabilidad climática. “Los ciclos de tiempos antes estaban muy definidos, el verano iba desde noviembre hasta marzo, de ahí seguían las lluvias, pero ahora con el cambio climático a veces llueve y se crece el río, el pescado anda desorientado porque cree que ya llegó el invierno, eso se ha podido detectar con el monitoreo”.
Asegura que esta información servirá para tomar medidas urgentes y posiblemente incidir en nuevas regulaciones pesqueras, pero además han detectado la afectación a otros animales de agua dulce, como sucede con varias especies de tortugas en estado de amenaza, por ejemplo, las terecay (Podocnemis unifilis) y las charapas (Podocnemis expansa). “Se ha encontrado que ellas desovan en las playas, pero en tiempo de desove está inundado y no tienen condiciones. O a veces está seco pero el río crece y los huevos se dañan”, comenta Yavinape.

Lagos de Tarapoto: otro bastión de la conservación indígena
Los efectos del cambio climático ya son un grave problema para la cuenca amazónica, donde la sequía extrema ha llegado al punto de afectar la navegación en los ríos. Así lo explica Lilia Java desde los Lagos de Tarapoto, un complejo de 22 humedales y cuerpos de agua que abarcan 45 mil hectáreas, conectados con el gran río Amazonas, que fueron declarados en 2018 como el primer sitio RAMSAR de la Amazonía colombiana.
Cuando se le pregunta a Java si los Lagos fueron golpeados por las últimas sequías que redujeron a niveles inéditos los caudales del Amazonas y varios de sus afluentes en los últimos meses del año, tanto en 2024 como en 2023, ella ofrece una respuesta contundente: “golpeados no, quedaron secos. Golpeados fuimos nosotros, porque no teníamos peces para comer”.
Java pertenece al pueblo Kokama, que habita en un resguardo compartido con las etnias Tikuna y Yagua, donde también se ha implementado un monitoreo pesquero de la mano con las comunidades indígenas, llamado Vigías de los Lagos de Tarapoto.
“Ha sido difícil pero seguimos en el trabajo, seguimos en la lucha”, asegura ella, quien pide más apoyo oficial para esta iniciativa. De acuerdo con Java, a los monitores que ejercen vigilancia y control dentro de los Lagos se les da un incentivo económico para apoyarlos en su alimentación y necesidades básicas, pero aspiran a formalizar su labor con un salario.
Los monitoreos comenzaron en 2012 y ahora contribuyen al cuidado territorial con una balsa de control y vigilancia ubicada a la entrada de los Lagos, desde donde se vigila que se cumpla con las disposiciones pesqueras y los acuerdos comunitarios de pesca que han sido autorizados por la AUNAP. También han ayudado a reintroducir ejemplares de mamíferos acuáticos al ecosistema, como manatíes amazónicos.
Desde 2009, en Tarapoto se han pactado acuerdos de pesca responsable que fueron reconocidos por la AUNAP en una resolución de 2017. Los acuerdos hacen parte del Plan de Vida del resguardo Ticoya y por lo mismo se erigen como normas internas de la comunidad, limitando la cantidad de pescado autorizada para ser capturada por cada grupo familiar, las artes de pesca permitidas y prohibiendo la captura de algunas especies como el pirarucú (Arapaima gigas). Además, prohibieron el ingreso de barcos pesqueros comerciales a los Lagos, así como el uso de armas de fuego y sustancias tóxicas.

Esto ha permitido que regresen tres especies que “ya estaban desapareciendo del ecosistema”, según explica Lilia Java: el emblemático pirarucú (Arapaima gigas), la gamitana (Colossoma macropomum), que es un tipo de cachama muy apetecida en la dieta local, e igualmente el acarahuazu (Astronotus ocellatus). “Se han recuperado esas especies, no en grandes cantidades, pero volvieron a aparecer registros a través del monitoreo, también identificamos nidos del pirarucú, eso nos ha servido para seguir incentivando el monitoreo”.
El biólogo Jaime Cabrera insiste en que procesos como estos son cruciales para tener información actualizada y de primera mano desde la zona, algo que sólo es posible con el apoyo de las comunidades locales. Mientras un equipo de expertos puede viajar por temporadas cortas y tomar muestras y datos parcializados, los indígenas habitan e interactúan con el ecosistema las veinticuatro horas al día durante todo el año, lo que constituye una fuente de información de un valor incomparable.
Para él, la conservación se hace con la gente, no sin ella, por eso acude a tres conceptos que resumen la gobernanza cultural que los indígenas hacen de su territorio: cuidarlo, gobernarlo y utilizarlo, algo que según el experto es, en esencia, una misma práctica. “No puedes cuidar lo que no conoces. La base para cuidarlo es conocer y saber qué está pasando en los territorios”.
Cabrera insiste en que los saberes tradicionales son tan importantes como los aportes que se hacen desde la ciencia occidental. Incluso defiende la idea de que “todo es ciencia, lo nuestro es ciencia y lo que ellos hacen también”.
Antes, en el Caño Cunubén, aguas arriba sobre la margen derecha del río Guaviare, al norte del departamento de Guainía, la abundancia de babillas era tanta que por la noche sus ojos alumbraban a ras de agua como si fueran “arbolitos de navidad”. La imagen la trae a la memoria Fredy Yavinape, quien creció en las orillas de esa quebrada y añora todavía la profusión de peces y animales de caza que ahora escasean.
“Uno interactuaba con las pirañas, con el jaguar, con la anaconda, todos parecían de la familia de uno, eran uno más de la casa, uno más del patio”, dice con una mezcla de entusiasmo y nostalgia, resumiendo en sus palabras la encrucijada que significa enfrentarse al cambio climático y al colapso de las especies en uno de los lugares más biodiversos del planeta. “Uno vive pendiente del vecino, ¿qué pasó con tal güio [anaconda] o con tal babilla que teníamos en el puerto del caserío? El día en que no los vimos, como que nos hacían falta”.
*Este reportaje es una alianza periodística entre Baudó Agencia Pública y Mongabay Latam.
**Imagen principal: Ilustración de Sara Arredondo – Baudó Agencia Pública.
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Nota del editor: Esta cobertura periodística forma parte del proyecto «Derechos de la Amazonía en la mira: protección de los pueblos y los bosques», una serie de artículos de investigación sobre la situación de la deforestación y de los delitos ambientales en Colombia financiada por la Iniciativa Internacional de Clima y Bosque de Noruega. Las decisiones editoriales se toman de manera independiente y no sobre la base del apoyo de los donantes.