- Mujeres indígenas camëntsa e inga defienden su territorio, que es la fuente del agua de la que el resto del Putumayo bebe. A través de transmitir la lengua, cultivar la chagra, dar yagé, caminar y conocer el Valle de Sibundoy, mantienen vivo su sistema de conocimientos. Esa es la base de la defensa de su territorio.
- Aunque menos del 30 % del terreno es apto para la ganadería, alrededor de 8 mil hectáreas (un 84 %) se destina a esta actividad, afectando ecosistemas claves y fuentes de agua.
- Al menos 45 mujeres se han organizado para hacer frente al avance de los monocultivos y la deforestación. Lo hacen a través de sus chagras, espacios de siembra tradicionales con cientos de especies de plantas que sirven de alimento y medicina.
- Su conocimiento y conexiones profundas con el territorio les han permitido participar en la creación de los resguardos indígenas y oponerse a megaproyectos de infraestructura vial que lo atraviesan.
El Valle de Sibundoy, en Putumayo, es un territorio ancestral habitado por dos etnias hermanas: los camëntsa y los ingas, descendientes de los incas peruanos. Es también el lugar donde nacen por lo menos cuatro ríos, entre ellos, el Putumayo que más abajo se une con el Caquetá hasta abrazar el Amazonas. Está situado en el Nudo de los Pastos, antes de que los Andes se ramifiquen en tres cordilleras, con alturas que alcanzan los 3500 metros sobre el nivel del mar y varios páramos alrededor. Aunque distante de las llanuras amazónicas, es parte esencial de la región: allá se produce el agua de la que el resto del Putumayo bebe.
Por su clima no tiene los mismos desafíos de cultivos de coca de uso ilícito y grupos armados del Putumayo montaña abajo, pero sí enfrenta amenazas que afectan su conservación, como la ganadería y los cultivos extensivos de fríjol, maíz y lulo, arraigados en el territorio hace décadas. También megaproyectos de infraestructura como la variante San Francisco – Mocoa.

Como parte de un especial sobre guardias indígenas coordinado por Mongabay Latam, La Silla viajó al Valle de Sibundoy para conocer el trabajo de defensa de ese territorio que hacen tres mujeres indígenas, que encarnan el esfuerzo de muchas más.
Para los camëntsa y los ingas, no hay un medio ambiente sino un medio completo: todos —las personas, las plantas, los animales, las montañas— somos naturaleza, tenemos espíritu y dependemos unos de otros. Estas mujeres, a través de las tareas silenciosas de transmitir la lengua, cultivar la chagra, dar yagé, caminar y conocer el Valle palmo a palmo, mantienen vivo ese sistema de conocimientos y la conexión profunda con el territorio, que es lo que hace posible su protección.
Judy, la conocedora de las plantas sagradas que conectan con el territorio

Judy Jacanamejoy es una indígena kamëntša. Su madre, María Clementina Chicunque, además de profesora, fue una médica tradicional de la que Judy aprendió casi todo lo que sabe hoy. Conocía los poderes que tenía cada planta para sanar. “El lenguaje de la naturaleza”, según Judy.
“Yo recuerdo verla en el patio hablando con las plantas, les ponía nombre, me decía que ellas tenían energía y podían escucharnos y que, como los momentos de la vida, había unas dulces o cálidas, como los pétalos de las rosas, y unas amargas o frías, como la ruda. Sabía aplicarlas según las necesidades de cada persona”.

Poco a poco, su mamá la fue involucrando y ella aprendió ese saber, así como el de compartir yagé (medicina) o ayahuasca, como también se le conoce. Su papá, el taita Arturo, un referente por su conocimiento y defensa del Valle, le dio la confianza de hacerlo.“
Mi papá rompe con la idea de que los días en que las mujeres tienen su período, los días de luna son malignos, de rechazo o de vergüenza. Sino que dice que hay una fuerza muy poderosa en la mujer y que es en razón de eso que por ese tiempo debe guardar reposo y abrigo, para protegerse ella misma”, explica. Judy usa el yagé para ayudar a las personas a conectar con la raíz, con el territorio, y así despertar la sensibilidad para protegerlo.
Para ella, entender que la madre tierra es indivisible de las personas es fundamental para la supervivencia, y el yagé permite comprender y experimentar de manera fehaciente esa realidad. El agua del útero de las mujeres, por ejemplo, es para ella la misma agua del páramo, porque ambas son dadoras de vida. Por eso, cuando algunas mujeres la consultan por dolencias en su útero, es un síntoma de que algo está mal en las montañas.
“En la placenta dependemos del agua de la madre, cuando nacemos en este mundo, que solo es otra esfera, seguimos siendo dependientes del agua, del fuego, del aire, de la tierra, sin los cuales no podemos vivir”, dice Judy. “Todo está hecho de agua —agrega— por eso cuando alguien está triste llora, produce lágrimas, agua, para consolarse”.
En el Valle de Sibundoy, en la frontera con Nariño, los cultivos de papa se han extendido cerca de los páramos. Arriba, en la montaña, también se siembra aguacate y fríjol y se quema madera para sacar carbón. Esos lugares, según Argenis Lasso, exdirectora de Corpoamazonia, deberían reservarse para la protección de todos los ríos que nacen allá.

En el Valle, como en ningún otro lugar Putumayo abajo, la espiritualidad está a flor de piel y también la medicina. Al nacer, muchos niños y niñas indígenas pasan por un ritual conocido como conjuración, que consiste en tomar unas gotas de remedio que les dan los taitas. Durante la vida es el antídoto, la sabiduría divina para limpiar, para entender y sobrellevar los duelos, para trascender.
Judy dice que muchas personas lo toman porque quieren de entrada tener una experiencia de colores bonitos, “pero la pinta (como se le llama a las visiones que se tiene durante el viaje) es lo que cada uno está viviendo en el momento, la pinta muestra la forma como cada uno se está relacionando consigo mismo, con los demás”. El yagé o yagecito —como lo llaman allá— es un instrumento para equilibrar el ser.
La sustancia se extrae de un bejuco que se da, sobre todo, en el Bajo Putumayo y que la gente trae desde allá al Valle. Cada familia tiene su propia receta para prepararlo y que quede líquido para servirse en una copita. Judy cuenta que con su papá y su hermano, y otras personas de su comunidad del resguardo La Menta, hacen minga —se reúnen— para bendecirlo y cocinarlo.
En el Valle invitan a los propios y a los ajenos, incluyendo los funcionarios públicos del centro del país que a veces los visitan, o los que están allá y con quienes en ocasiones tienen conflictos por su concepción diferente del territorio, a tomar remedio y a conversar para entenderse mejor.
Jacinta, caminante y guardiana de la armonía del territorio

Jacinta Jamioy tiene 40 años. Es de la etnia camëntsa, pero también tiene raíces ingas por su bisabuela. A diferencia de otros paisanos que se han ido a estudiar afuera, ella cree que su lugar es en su territorio, que ningún conocimiento sirve tanto como estar conectada con lo que pasa ahí. Eso es lo que la legitima para alzar la voz y defenderlo.
Desde sus veinte años empezó a caminar las montañas del Valle de Sibundoy con su padre, Gabriel, que ya murió, y el taita Arturo, el padre de Judy. Ambos la animaban a hacerlo. “Yo me preguntaba: ¿por qué yo?, teniendo dos hermanos hombres que podían hacerlo mejor, que eran más fuertes. Pero ellos creían que yo era la designada”.
Los escuchaba conversar en reuniones con la gente del pueblo sobre los derechos de las comunidades indígenas y dice que: “Fue como un despertar, un llamado de la tierra. Entendí que nosotros no llegamos acá, sino que siempre hemos estado, y, por tanto, no nos pueden discriminar”.
El 26 de julio de 2010, ella y cerca de seis mil indígenas más se movilizaron en el Valle para exigir que fueran tenidos en cuenta en la consulta previa para la construcción de la variante San Francisco – Mocoa que, en ese entonces, se decía que no afectaba a los territorios indígenas. También lo hicieron para que se les reconociera la propiedad sobre la tierra, que allá era aún incipiente.
En 2011, conformaron la guardia indígena tomando nota de la experiencia de las comunidades del Cauca con las que estaban en permanente o, y dejándose guiar por los taitas y mamitas (los y las mayores de la comunidad) que señalan que los pueblos originarios siempre han sido los guardianes del territorio. Al preguntarle a Jacinta hasta cuándo ocupó esa posición, aclara que “nunca ha dejado de hacerlo, aunque ya no porte siempre la indumentaria de los bastones y las pañoletas verdes y amarillas que representan la naturaleza”.
Su conocimiento del territorio palmo a palmo le ha permitido estar en muchos procesos, uno de los más importantes: la creación y ampliación de varios de los resguardos kamëntša e inga que hoy existen en el Valle. El resguardo donde ella vive, en el municipio de San Francisco, se conformó en 2016 con un poco más de 17 mil hectáreas. El de Sibundoy pasó de tener alrededor de 3200 a 42 mil el mismo año. “Dado que conozco el Valle me convocaron varias veces para guiar a los funcionarios catastrales hasta los diferentes linderos de los territorios indígenas”, cuenta.
Desde hace más de una década y hasta ahora, una de las principales causas que defiende, junto con la guardia indígena, es el cuidado del territorio y por eso ejercen control a la construcción de la variante, un proyecto que arrancó en 2012. La idea es que en 2030, cuando termine, sea una alternativa a la carretera conocida como el trampolín de la muerte y resignificada como el trampolín de la biodiversidad. Esta vía une a Pasto con Mocoa, a la Amazonía con los Andes.
Catalogada por el Instituto Nacional de Vías —Invías— como la carretera más peligrosa del país, es también una de las más bellas, según Juan Estaban Gil, su director hasta 2022. Solo en enero, una camioneta se fue a uno de sus precipicios y murieron seis personas. Entre las promesas está la de reducir el tiempo del trayecto en una tercera parte, pues hoy toma cerca de tres horas y media ir de Mocoa al Valle.
Pero, como Jacinta, muchas personas de las comunidades indígenas y campesinas, piensan que esto se debe más a la negligencia de los conductores que manejan con neblina o muy rápido.
“Intervenir la montaña por el otro costado de la vía que ya existe es matarla, pues es como un árbol que si le das la vuelta quitándole toda la cáscara, ¿qué pasa?: se seca”, dice Jacinta retomando una metáfora que usa el taita Arturo. Su construcción, según ella, no los va a favorecer, sino que “hace parte de un plan para poder conectar el Pacífico del sur de Colombia con el Atlántico en Brasil, llamado IIRSA, y transportar masivamente productos y minerales como el cobre que se quiere extraer de Mocoa”, explica.
Con un buen mantenimiento de la vía y algunos viaductos que acorten el trayecto, muchas personas en el Valle creen que sería suficiente.
Desde la perspectiva del Invías es imposible arreglar la vía actual. Según Gil, no se puede pavimentar porque esto aumentaría exponencialmente el riesgo de accidentes. Tampoco hay espacio para que quepan dos carriles ni posibilidad de agrandar el radio de giro de los carros, porque es una pendiente que se escala casi verticalmente. “Por el lado existente no podrían transitar tractomulas ni buses grandes”, agrega.

Una de las afectaciones concretas que tiene la vía es que se toca con el camino ancestral —Tanguá Benach— de los ingas y camëntsa, que conecta el Bajo Putumayo con el Alto Putumayo y por el que las y los mayores caminaban para intercambiar medicinas y alimentos. Esa vía se traslapa, además, con la Reserva de la Cuenca Alta del Río Mocoa, por lo que en 2017 estuvo frenada su construcción. Gil reconoce que en razón de la afectación al camino, y pese a tener licencia ambiental, convocaron en 2022 a las comunidades para iniciar un proceso de consulta previa.
“En el proceso de elaboración de la hoja de ruta para la consulta previa de la vía, en 2024, la empresa nos exigió que debíamos definir un tiempo durante el cuál íbamos a hacer el proceso y un presupuesto para realizarlo”, dice Jacinta. Pero después de reunirse con las otras personas de la guardia, con taitas y mamitas, jóvenes y niños de la comunidad a tomar remedio para que los orientara, concluyeron que no era conveniente.
“Lo que pensamos —continúa—es que no podemos ponerle tiempo a un proceso de consulta previa pues no vamos a establecer un plazo de hasta cuándo queremos que esté completo el territorio como existe hoy, ni tampoco un precio, porque hacerlo es ponerle un monto a la vida del territorio y de las mamitas y taitas”, agrega. Ella siente que lo que está en juego es el futuro de las siguientes generaciones.
Cuenta que les han dicho a los del consorcio que lo que deben hacer es reunirse y conversar con los mayores para que ellos decidan si quieren la variante. “Los hemos invitado a tomar yagé incluso para que ellos puedan entender como sentimos nosotros el territorio”, agrega. La definición de la hoja de ruta aún no ha concluído.

Como Judy, Jacinta también está convencida de que no hay defensa posible del territorio si la persona no está en equilibrio. En el 2020, en una toma de yagé empezó a ver muchos colores que salían de sus manos, hoy están plasmados en sus diseños de mandalas. Son los mismos de la naturaleza, de las flores, de la tierra, del agua de su territorio que ella ha caminado. Colores fríos y cálidos que representan la belleza del Valle de Sibundoy y también su estado de ánimo en un momento dado. “Cuando no estoy bien, no tejo. Nuestro cuerpo es el primer territorio”.
Mamá Conchita, la cultivadora de la chagra que cuida la biodiversidad

María Concepción Juajibioy, más conocida como mamá Conchita, tiene 58 años, es indígena camëntsa y vive en el resguardo inga de Colón. Después de ser madre comunitaria durante seis años, y de pasar otros 11 en un programa del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) para mujeres lactantes y sus hijos, estudió y se graduó como antropóloga y etnoeducadora.
Ahora es una de las cerca de 50 lideresas que promueve las chagras, el modelo tradicional de siembra de muchas comunidades indígenas, que podría marcar un camino de retorno a prácticas más amigables con el medio ambiente en el marco de la crisis climática actual.
Detrás de su casa, adornada con sus diplomas y los de sus cinco hijos, se erige un monte verde brillante, de media hectárea, en el que se cuentan 217 especies de plantas medicinales, ornamentales, maderables y de alimento. Tiene cidras, uchuvas, manzanas, granadillas, papayuelas, fríjol tranca. También plantas como el descancel, que sirve para la fiebre. Hay flores de achira que alimentan a los colibríes (para los indígenas son los mensajeros de los seres queridos que partieron de este mundo) y, por supuesto, maíz —sbuachan, en camëntsa— “la semilla de la fuerza y la esperanza para la vida de un pueblo”, cuenta Conchita.
Las flores son para los adornos del Día Grande —Bëtsknatéque— que celebran cada año en febrero, para compensar y dar gracias a la madre tierra por todo lo recibido de ella.

La chagra de la vida —jajañ— de Conchita es una bandera de resistencia al modelo agrícola de los monocultivos que ha sido implementado en su mayoría por colonos, pero también por algunas familias indígenas en el Valle de Sibundoy.
Anteriormente, allá había un gran humedal llamado Pantano, formado por todas las aguas que nacen de sus páramos y que inundaban los terrenos planos. En los años 70 se cambiaron los cauces de los ríos y el Instituto de Desarrollo Rural (INCODER) creó varios canales artificiales para dar paso a la agricultura a mayor escala y convertir este lugar en una despensa agrícola.
La vegetación fue reemplazada en muchos lugares por ganado para lechería y cientos de hectáreas de cultivos extensivos, con lo que el paisaje luce hoy parecido a la sabana de Bogotá.

Según un estudio realizado en la zona plana y una parte de las laderas del Valle de Sibundoy por el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC) en 2016 (la entidad que lleva la información sobre los usos del suelo), pese a que menos del 30 % es apto para ganadería, un 84 %, casi 8 mil hectáreas, se dedican a ella en la práctica. Además, un 30 % de áreas de bosque, humedales, pantanos y aguas que había originalmente, se han reducido a un 3 % (278 hectáreas).
Para Conchita, una de las grandes diferencias entre el sistema de la chagra y el de los monocultivos es que estos últimos requieren un uso alto de químicos. En el Valle, por ejemplo, abunda la babosa, que cada vez es más resistente a los insecticidas.
En su chagra, en cambio, las plantas se ayudan entre sí: se dan sombra, las hojas que se van cayendo abonan el suelo para mantener viejas especies y dar lugar a unas nuevas. Varias plantas alimentan a los colibríes y abejorros que, a su vez, esparcen las semillas para que crezcan otras plantas. Unas especies controlan la invasión de otras, de forma que se mantiene un cierto equilibrio. Conchita, por su parte, quita las matas que han crecido en exceso y le roban el alimento a otras.

Su convencimiento de lo que hay que defender ha sido sometido a varias pruebas. Cuando era niña, su padre la mandó a estudiar al colegio del pueblo, “no quería que estudiara en el colegio de la vereda, que era de menor calidad”. Allá la educaron las monjas y tuvo que pasar por la humillación de que la discriminaran por ser “india”, por hablar “como un animal”, por la merienda que llevaba y que se comía a escondidas debajo de las escaleras. Aprendió que no le enseñaría a sus hijos a hablar la lengua, “¿cómo los iba a hacer pasar por lo mismo?”, dice. Hoy hablan perfecto español y les cuesta articular el camëntsa. Y eso pasa con la mayoría de habitantes indígenas del Valle.
Ahora que es consciente de su importancia, lucha cada semana por evitar que desaparezca su lengua y con ella una parte esencial de la cultura. La chagra es una parte fundamental de su estrategia.
Desde hace unos años tiene una escuela de educación propia, Cabënybe Juabna —nuestro pensamiento—, en la cual le enseña a sus nietos, a los primos y amigos de ellos palabras y gramática. A algunos foráneos también les da clases y a todos los invita constantemente a repetir aslëpay —muchas gracias—, tšabe ibeth —buena noche— y muchas otras palabras más. Con los niños y las niñas va a la chagra, la oportunidad para reforzar la lengua nombrando todos los productos que se encuentran ahí, así como las tradiciones y cosmovisión representadas en esa forma de agricultura.

No siempre tuvo tan clara la importancia de conservar la tradición. Hace unos años, también cedió a la presión de algunos de sus vecinos que se quejaban de lo “enmontado” que estaba su terreno. Que impedía la visibilidad de los conductores, argumentaban. “En algún momento me sentí despreciada por lo que hacíamos. Nos demandaron ante el cabildo, y nos tocó cortar. Yo lloraba al tumbar esos árboles, de 20 años, 30 años que habían estado ahí. Pero en una toma de medicina me di cuenta de que, por el contrario, estábamos haciendo lo correcto y que no debíamos sentirnos menos por eso. Y desde entonces hemos mantenido nuestra chagra como está ahora”, cuenta Conchita.
Aunque las chagras han mermado en el territorio, organizaciones como la Asociación de Pensamientos Ancestrales Oh Corey, Ambiente y Sociedad, Renacer y Climalab trabajan con mujeres para propagarlas. Esta última tiene, actualmente, un proyecto con 45 mujeres de la etnia camëntsa que representan a 17 organizaciones comunitarias.
En su trabajo han mapeado cerca de 50 chagras. Conchita es una de las beneficiarias. También Luz Elvira Jossa, de la asociación Oh Corey, que agrupa a mujeres indígenas desplazadas, que cultivan sus chagras en terrenos prestados. “Nuestro trabajo es desintoxicar la madre tierra: como mujer nuestro rol siempre ha sido cultivar las chagras, las huertas,” dice Luz Elvira.

ClimaLab está trabajando con todas en la construcción de una red de custodias de semillas nativas que se intercambian entre sí para mantener y recuperar especies que dejaron de darse en el territorio en algún momento, como el naranjillo. Además les enseñan a preparar abonos orgánicos y a fortalecer la tierra combinando el saber occidental con el ancestral.
“Hemos tratado de incentivar la importancia que tienen las chagras. Muchas compañeras estaban dedicadas al monocultivo, y ellas lo reconocen. Pero ahora, después de ocho años, ya pueden decir con propiedad que han recuperado su chagra”, dice Conchita. Cuenta que les refuerza su voluntad poder sacar cremas, champús, esencias de lo que siembran y venderlos. Y volver a ver colibríes, abejas y lagartijas en sus patios.
En la noche, decenas de luciérnagas alumbran su chagra. Aunque un estudio científico de 2020 alerta sobre su posible extinción global por la pérdida masiva de sus hábitat y el uso de pesticidas, todavía abundan en el Valle de Sibundoy. En uno de los rincones de la chagra está un árbol de chimbalo, o tomate de árbol, que Conchita sembró hace 14 años y del que ahora por primera vez brotan frutos. La demora en su crecimiento, según ella, tiene que ver con que los monocultivos han matado algunos microorganismos que se dan de forma natural y por eso algunos alimentos se van acabando. Ella ha tenido paciencia.
Un estudio de Climalab muestra que el rendimiento de los cultivos en el Valle de Sibundoy con respecto al área sembrada (un promedio de 855 hectáreas anuales entre 2015 y 2019) es muy bajo. Un 1,63 % de toneladas de cosecha por cada hectárea. Los factores que influyen en esto, según Camilo Pirajan, son el uso intensivo de agroquímicos y abonos sintéticos, así como la falta de rotación de cultivos, lo que agota el suelo y vuelve a las plantas más propensas a enfermedades. Pirajan es coordinador del proyecto de cambio climático en la Amazonía de esa organización.
Un mapeo de la frontera agrícola realizado por esa misma organización, basado en información del sistema de planificación rural —SIPRA— de 2023, muestra también que dicha frontera cada vez se extiende más hacia los remanentes de bosque y áreas restringidas como reservas y resguardos indígenas.
La resistencia de Conchita con su chagra es una muestra palpable en el territorio de otra forma de convivir con él. “La chagra es una escuela viva, ahí nuestras mamitas ingas y camëntsa nos enseñaron los oficios, nuestro idioma. En la chagra está la inspiración de todos los colores de las aves, las mariposas, de las flores, para pintar, tejer artesanías, para la música. Hay mucha biodiversidad”, dice Conchita.
A partir de reconocer el valor que tiene la chagra para la soberanía alimentaria de las comunidades y el equilibrio del agua, ella ha podido reivindicar ante su comunidad la importancia de esa labor percibida como doméstica y básica.
Ahora es más fácil convencerlos porque la deforestación es creciente, así como la frecuencia con que se inunda el Valle cada año. Esto por la falta de mantenimiento de los canales de agua que se construyeron hace décadas y porque la gente ha sembrado hasta las orillas de los ríos, sin dejar árboles que “amarren la tierra”.
“La chagra es un territorio más pequeño del territorio grande. Queremos que las políticas públicas validen nuestros conocimientos”, dice Conchita. “Que haya interculturalidad para que las nuevas generaciones nuestras y de afuera los conozcan, pues tienen que ver con el mantenimiento de la vida”.
*Este reportaje es una alianza periodística entre La Silla Vacía y Mongabay Latam.
**Ilustración de portada: Sara Arredondo – Baudó Agencia Pública
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Nota del editor: Esta cobertura periodística forma parte del proyecto «Derechos de la Amazonía en la mira: protección de los pueblos y los bosques», una serie de artículos de investigación sobre la situación de la deforestación y de los delitos ambientales en Colombia financiada por la Iniciativa Internacional de Clima y Bosque de Noruega. Las decisiones editoriales se toman de manera independiente y no sobre la base del apoyo de los donantes.